EL
ALTILLO MISTERIOSO
Jugábamos
a orillas del río Alhama, entre matorrales y rocas. Ese año el río no llevaba
mucho caudal.
Lancé
la piedra al río, pero se hundió en el primer golpe. No conseguía hacerla “andar"
por el agua como hacían mis amigos. Claro, yo era de ciudad.
Pasaba
los tres meses de verano allí, trotando y manchándome de barro. Me volvía un
salvaje durante los veranos.
En
la casa familiar había tres plantas. Me encantaba subir y bajar por aquellas
escaleras. Me daban vida.
Una
noche mi madre se asustó porque yo soy sonámbulo . Me levanté de la cama y
comencé a andar dirección a las escaleras. Angustiada me abrazó y me devolvió a
la cama porque pensaba que yo creería estar en nuestra casa de Madrid que no
tiene escaleras, y acabaría rodando.
Mi
abuela cocinaba entre los fogones para toda la familia durante aquellos días.
El sabor era diferente que en mi casa. Allí todo estaba más bueno. Incluso el
pan.
Las
campanas de la iglesia me despertaban cada mañana. Bajaba los dos pisos
corriendo hasta la cocina y besaba a mi abuela. Era una mujer alta y esbelta,
su pelo era oscuro, pero son destellos rojos. Todas las mañanas sacaba su
pequeña silla a la calle y pasaba horas zurciendo alpargatas.
En
lo alto de la casa había una terraza, desde donde se veía todo el pueblo. Desde el peñón, hasta las pistas de tenis, al
lado de las piscinas.
Me
gustaba estar en aquella terraza porque en ella sentía libertad. Se respiraba aire
puro y el olor a leña me impregnaba de mágicos instantes. Antes de entrar, en
la pared posterior existía una ventana de madera que siempre estaba cerrada. Tenía
una cerradura.
Lo
único que no me gustaba tanto del pueblo, eran sus cuestas. Todo él estaba
lleno. Para ir a cualquier sitio había que hacer grandes esfuerzos.
Una
mañana, después de desayunar mis tostadas de tomate y aceite, subí al altillo.
Me dispuse a leer un libro mientras el sol me calentaba. Tumbado en una hamaca
me percaté que entre las tejas había un sobre.
Estaba
cerrado y solo había escrito en él la palabra: “Condinde", con tinta china
y un trazado lineal. Era el apodo de mi
abuelo. Llevaba muerto cinco años. Un desastroso cáncer de estómago acabó con
él.
Pensé
en darle el sobre a mi abuela, pero me pudo la curiosidad.
Cuando
lo abrí, un olor a lavanda invadió mi nariz. Era una nota. En ella había una
dirección.
Nuestra
casa estaba en el barrio de arriba y aquella dirección pertenecía al barrio de
abajo.
Intrigado,
decidí ir.
Bajando
por las cuestas, iba de piedra en piedra diciéndome a mí mismo que no podía
pisar el suelo. Era como un reto. Al llegar abajo comenzaba la carretera, así
que tuve que dejar mi juego mental para más tarde.
La
carretera separaba en dos mi pueblo. El río la atravesaba en la otra dirección.
Cuando
ya estaba en el barrio de abajo, me fijé en las casas. Eran todas de piedra y
los balcones negros asistían imperiosos a mi paso. Llegué al lugar indicado.
Allí sólo había una casa que parecía estar deshabitada.
Empujé
la verja. La maleza del jardín me hacía cosquillas en las piernas. La puerta
principal estaba cerrada. Miré a los lados, y vi una ventana abierta. Entré.
Los
muebles estaban roídos por la humedad. Estaba oscuro.
Entre
la penumbra, un jarrón brillaba en una estantería. Estaba sellado y en él había
inscrito unas letras. “Félix y Antonia". No entendía nada, eran los
nombres de mis abuelos. El jarrón pesaba
bastante, pero al moverlo solo sonaba como una especie de moneda en su
interior. “Qué extraño".
Al
salir por la ventana, me resbalé y el jarrón se rompió.
Lo
que pensaba que era una moneda era una llave. Era muy antigua y de color cobre.
Me
acordé de la cerradura de la ventana en casa de mi abuela.
Subí
las interminables cuestas pensando en contarle todo. Por otro lado, se
enfadaría por ocultarle lo del sobre, así que estaba dudoso.
Cuando
llegué, ella no estaba en casa. Así que decidí subir al altillo y abrir la
ventana. Cuando inserté la llave
comprobé que encajaba perfectamente. Sentí un poco de miedo e inseguridad.
Al
girarla, la ventana se abrió y un destello de luz me cegó por completo.
Cuando
recuperé la vista, vi una contraventana donde había incrustado otro sobre. Esta
vez venía mi nombre escrito: “Marco". Dentro había un décimo de la lotería de
Navidad.
Me
daba la sensación de que aquel año todo iba a cambiar en nuestras vidas.